Uno de esos díás, en el pequeño parque que tenemos justo detrás de casa...
Jone parece algo inquieta. Sospechamos que no falta mucho para que empiece a andar. Llegamos a un pequeño trozo de césped y decido soltarla, rindiéndome finalmente a sus movimientos de contorsionista en su portabebé.
El lugar no me parece mal pese a que Jone persiste en visitar con frecuencia la papelera más cercana y comprobar una y otra vez el tacto de las zonas más roñosas. Es uno de esos misterios que no sé si llegaré a entender. En una de mis idas y venidas a la papelera, aparece una niña de un par de años acompañada de su abuela. La mujer habla español y, por esto de poder prescindir de mi francés de atapuerca, inicio con ella la típica conversación de parque y críos. Le pregunto por el nombre de la niña y descubro que se llama Leticia. Leticia es bastante rechoncha, de cejas pobladas y boquita pequeña. Se acerca a Jone por simple curiosidad y Jone parece no tener problemas con ello. Se miran. De repente, y sin saberse muy bien porqué, Leticia da un empujón a Jone. Yo no le doy mucha importancia y la abuela interviene rápidamente instando a la cría a ser un poco más cuidadosa. "Cuidado Leti, es un bebecito..." Leticia, así porque sí, se pone a berrear como si la mataran. Yo me quedo a cuadros. La abuela le dice que no está regañándola y que como es un bebé (Jone) hay que tratarlo "suavecito". Acto seguido Leticia se recompone y se acerca a Jone para darle un besito. Y se lo da en todos los morros. Yo me vuelvo a quedar a cuadros pero tampoco le doy más importancia. La pequeña Leticia ahora quiere quedarse con Jone pero yo decido poner algo de tierra de por medio con el elegante truco de ir a buscar no sé sabe qué a otro lugar del parque. Leticia se queda con su abuela y ambas desaparecen tras un arbusto.
Me vuelvo a estirar con Jone preguntándome, un poco absurda, si Leticia irá o no a la guardería y si habrá estado enferma recientemente. Dejo de pensar en ello y vuelvo a mirar el apasionante espectáculo que siempre brinda el parque.
Me distraigo mirando el balancín. Correteando llega hasta él un crío de unos cuatro años. Tras él, a unos metros, llega una mujer de unos setenta cargada con algunas bolsas de la compra y un fardo a modo de bolso. Sospecho que es la abuela. El crío ya se ha sentado en uno de los extremos del balancín. Por sus gestos y sus gritos, pide a la mujer un viaje en el cacharro. La abuela no parece muy convencida. El crío persiste y sus gestos se convierten en una súplica. Yo sigo la escena notando que una sonrisa en mis labios empieza a dibujarse. Escudriño cada gesto de la mujer y el crío. Rezo por ver a la mujer en el otro extremo del balancín. El crío sigue con sus súplicas y yo con mis ojos puestos en la escena cuando la mujer, por fin, accede a dar un viaje a su nieto. El momento es maravillosamente lento. La mujer deja los bártulos en el suelo, dobla el espinazo y, con una energía sorprendente, acciona con los brazos el balancín desde el extremo haciendo que su nieto se despegue del mismo un buen palmo en cada subida. El crío está eufórico y quiere más, claro. Yo me doy cuenta de que mi sonrisa es enorme. La abuela no se ha montado en el balancín pero la estampa ha valido la pena. La mujer recupera entonces sus bártulos y se aleja del artilugio. El crío se resiste a ello y reanuda sus súplicas. Todo en vano, pues su abuela ya se ha alejado unos cuantos metros. Sigue suplicando. La abuela se detiene, mira de nuevo a su nieto y prosigue su marcha. El crío, viéndose demasiado lejos ya de su protectora, abandona el balancín y con corretear centelleante se une a su abuela hasta desaparecer con ella, también, tras otro arbusto. Con Jone enfrascada entonces en un trozo de hoja seca me siento la única espectadora de algo simplemente maravilloso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario