martes, 2 de febrero de 2010

El hombre-perro.

Ayer tenía deparadas algunas otras sorpresas.
Estaba esperando mi tranvía para acercarme a la escuela de idiomas cuando oigo un sonido ronco y repentino proviniente del otro lado del andén. Por un instante no reconozco el origen del mismo hasta que, nuevamente, se repite.
Resulta que el responsable era un tío que estaba ladrando a la gente presente. El tío llevaba la típica sudadera a lo hip-hopero y gafas de sol. Lo de la sudadera tiene su qué por esto del frío que cascaba pero lo de las gafas de sol, con la nieve que caía, no lo tengo muy claro...
La cuestión es que el tío ladraba a las personas y rápidamente se dibujó en torno a él un círculo de seguridad. Todo el mundo evitaba acercársele a menos a de diez metros.
En una ocasión se acercó a mi andén y soltó tal ladrido a una señora que la hizo pegar un bote. La mujer, aparte del salto, sólo se movió lo justo para seguir manteniendo el invisible círculo de seguridad. Ni le dijo una malapalabra ni nada parecido.

Con la impaciencia de una niña malvada, yo esperaba el momento en que el hombre-perro subiera a su transporte y empezase su retaíla de ladridos a los simples humanos. Todos ellos, viejos y no tan viejos, sortearían el círculo de seguridad dando saltos, contorsionando el cuerpo y, lo peor, sin soltar ni un guau como contrarespuesta.
Llegó su autobús (que resultó ser el número 3) y, mira tú por donde, esperó educadamente a que todo el mundo bajara. No dijo ni mu. Bueno, no dijo ni guau. Y yo me quedé allí pensando que no era un hombre-perro sino un capullo integral...

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