Hoy he ido a la piscina municipal de Ferney Voltaire. Ha sido una experiencia.
Para empezar, he pagado la suma 15 loleuros por una entrada que también me dejara ir a la sala de máquinas. La recepcionista me ha entregado una tarjeta con banda magnética y una pulsera con una pelotilla. La pelotilla servía, por lo visto, para abrir las puertas que me fuera encontrando. Todo un avance tecnológico.
Como he pagado la entrada combinada debía acceder por un lado distinto al de la gente que paga su entrada de piscina a secas (valga aquí la paradoja). Uso la pelotilla y la primera puerta se abre. Llego a una segunda puerta. No preciso de la pelotilla y puedo entrar como se suele hacer con las puertas que funcionan sin pelotilla. Llego hasta el vestuario. Vestuario enano, enano, enano. Salgo del mismo y busco la siguiente puerta de pelotilla. A todo ésto, la tarjeta magnética seguía en el bolsillo sin usar.
Llego hasta la sala de máquinas y curiosamente no hay sistema de obertura con pelotilla. Acciono la puerta y ante mis narices aparece la sala de màquinas. Como el vestuario, es enana, enana, enana. Tiene máquinas, claro. Cinco exactamente. Dos bicicletas estáticas, una cinta de carrera, una máquina de remo y una máquina que no sé como se llama pero que parece que vayas haciendo esquí de fondo por los aires. En una de las bicicletas estáticas, un ser humano bien entrado en la sesentena. El único que, como yo, ha caido en la trampa de la entrada combinada.
En lo que dura un segundo he contado las cinco máquinas, he visto al hombre sobre la bicicleta estática y he sido abordada por un olor de pies monstruoso. En lo que dura otro segundo he visto el origen de ese olor nauseabundo. El tipo de la bicicleta llevaba puestas unas zapatillas de estar por casa sin calcetines. De color gris, para más datos.
Bonjour, bonjour. Decido hacer esquí de fondo por los aires. Mi compañero de sala parece sentirse en su bicicleta cual profesional ascendiendo el Tourmalet. Emite unos jadeos y unos resoplidos que, como el olor de sus zapatillas grises, llenan el ambiente más de lo que desearía. Acaba su ejercicio y abandona la sala con una amable sonrisa que, por otro lado, respondo amigablemente. Yo me quedo unos minutos más esquiando por los aires y pensando en la posibilidad irónica de que alguien nuevo entrara y pensara que soy la culpable de hacer que la sala parezca una cámara de gas. Por suerte nadie entra y acabo con el esquí volador.
Decido entrar en la piscina. Vuelvo al vestuario y me preparo para nadar. Decido dejar la pelotilla y la tarjeta en la taquilla. Abro la puerta de la piscina (sin pelotilla) y descubro que la piscina está muy bien. Nada que ver con la sala de cinco máquinas. Hago un par de largos y decido concluir el día. Me dispongo a regresar al vestuario cuando descubro que la puerta, de regreso, sí precisa de la pelotilla. Me cago en la leche. Pido auxilio a la socorrista y llego hasta el vestuario. Me ducho, me cambio y salgo por donde entré la primera vez pero sin usar la pelotilla. Llego hasta el mostrador y entrego a la recepcionista la pelotilla y la tarjeta magnética. De camino al coche, y mientras rememoraba las zapatillas grises del tipo de la bicicleta, un gran enigma me asalta ¿Pero para qué hostias servía la tarjeta magnética?