Es muy curioso ver cómo funcionan nuestros recuerdos. A menudo, éstos nos visitan de la forma más inesperada y uno no puede dejar de preguntarse por qué en determinadas ocasiones uno recuerda unas cosas y no otras. Me refiero sobre todo a esos recuerdos que, tras mucho tiempo, parecían simplemente borrados de la memoria pero que, un día, sin saber por qué, nuestra memoria nos los ofrece cual sorpresa para, precisamente, demostrarnos que nunca fueron olvidados en realidad.
Mientras estuve en el hospital recordé muchas cosas que, erroneamente, creía simplemente haber olvidado. Era de noche y la habitación, con la luz apagada, estaba inundada por esa luz azul nocturna que permite en la oscuridad ver todos los detalles que te rodean. Me costó conciliar el sueño y eché de menos poder seguir leyendo hasta que el cansancio me sedara. No lo hice porque no quería molestar con la luz encendida a mi compañera de habitación aunque más tarde comprobaría que mi compañera, entonces desconocida, seguramente no se habría molestado lo más mínimo por algo así.
Daba vueltas en mi cama de hospital y no podía dejar de focalizarme en los pequeños detalles que la luz azul nocturna permite ver. Me fijaba en los detalles del techo. En el mando de la cama de hospital y en la cantidad de botones que éstos tienen. Miraba el pulsador de emergencias y el pequeño icono amarillo que pretendía representar a una enfermera. Miraba la cama de mi compañera de habitación. Podía seguir su respiración rítmica a través del movimiento de sus sábanas. Me daba la vuelta y me encontraba con mis manos perfectamente recortadas sobre mi cama. Así estuve un buen rato y, no sé por qué, muchos recuerdos volvieron a visitarme.
Recordé entonces algo que pasó cuando yo tenía unos 17 años. Por aquel entonces yo era una pésima estudiante de secundaria. Un desastre de esos que parecen tener poco arreglo y aquel año, nuevamente, mi curso parecía condenado al fracaso. Supongo que, precisamente por ese fracaso anunciado, lo que recordé pudo pasar. Con mis, creo yo 17 años, y en vistas de no levantar el vuelo, una mañana, creo que de abril, me levanté y, en lugar de ir al instituto, me fui a Barcelona. El día antes había visto en el periódico un anuncio donde una empresa buscaba personal comercial. Decían que no se requería experiencia y, al fin y al cabo, en el instituto tenía poco que hacer. En mi bolsillo debía tener unas 500 pesetas pero eso era suficiente para ir y volver. Quizá hasta me sobrarían veinte duros. El lugar de la entrevista, me acordaré siempre, estaba en la calle Méjico y eso lo recordaré porque la calle Méjico está muy cerca de Plaza España y muy cerca de Plaza España está el Estadio de Atletismo Joan Serrahima. Mi pista de entrenamiento durante casi toda mi vida como atleta.
Me planté en la dirección donde se harían las entrevistas puntualmente y allí me dieron un formulario a rellenar. A mi alrededor sólo había hombres de mediana edad. Empecé a rellenar el formulario y tras pocos segundos me di cuenta de que nada de lo que estaba haciendo allí tenía sentido. No podía escribir nada más allá de mi nombre y de la dirección donde vivía con mis padres y hermanos. Sin embargo, ya que estaba, me quedé y esperé a que me hicieran la entrevista.
El tipo que me entrevistó fue muy agradable y sospecho que yo debía tener los 17 porque entonces sí podías trabajar con esa edad aunque era muy, muy joven. Charlamos un rato y, cosas de la vida, en la empresa trabajaba una chica que hacía atletismo como yo pero que me caía (nos caíamos) fatal. El hecho de que hiciera atletismo era de lo poco que podía decir que hacía un poco al derecho aunque para aquel tipo no tuviera la más mínina relevancia. La entrevista se acabó y, claro, nunca me volvieron a llamar.
Cuando salí del edificio el sol brillaba aunque aún hacía fresco. A medida que me alejaba del lugar me sentía mejor y, pese a la desorientación que siempre me acompañaba entonces, me sentí con esperanzas. Con una determinación desconocida para mí hasta ese momento.
Llegué a la estación de metro de Plaza de España y mientras bajaba sus escaleras pude oir que alguien tocaba una guitarra. Lo hacía bastante mal, por cierto. Tras pocos metros descubrí que el guitarrista era un chaval, más o menos de mi edad. Estaba sentado en el pasillo mientras un amigo, de pie, iba pidiendo dinero. Edad similar. El chico que pedía se me acercó con una boina pero yo le dije, literalmente, que no tenía un puto duro y que tenía que volver a casa. Él me dijo que era de Irún, que tampoco tenía un puto duro pero que para estar allí pasando frío, mejor se venía aquí con su amigo a tocar la guitarra. El chico de Irún era uno de esos vascos huesudos de boca pequeña y dientes mal puestos pero, cosas de la vida, atractivo. Charlamos un rato y, no sé por qué, al despedirnos, nos dimos un beso. Así sin más. Su colega seguía tocando igual de mal la guitarra y nosotros nos separamos. Él se quedó allí, en el pasillo, y yo me fui a coger el metro. No sé si al final hasta les di los 20 duros esos que me sobraban.
Estaba en el hospital y me acordaba del chaval de Irún. Me preguntaba si había tenido algo de suerte y si, quien sabe, ahora mismo se encontraba de nuevo en Irún sin necesidad de un colega que toque tan mal la guitarra para ganar cuatro cuartos. Me preguntaba si tenía hijos. Si también se había hecho maestro. Si quizá se acuerda, de tanto en tanto, de una tía que conoció en el metro y que parecía tan jodida como él por aquel entonces. Una desconocida a la que dió un beso y deseó buena suerte.
No sé por qué me acordé de todo ésto esa noche. Son cosas extrañas, supongo. Pero son bonitas también. Son la vida.